En recuerdo de Santa María Alcántara, la mujer que declamó su vida, viviendo

Foto: Diario El Pueblo de Salto

Santa María Alcántara era una mujer buena, como lo dice su nombre, era una persona santa, porque la santidad no es ser bueno siempre, no es dejar que te hagan cualquier cosa, no es dar todo y que no te den nada, no es ser un bueno para nada, no es dejar que las cosas anden solas sin dar lo mejor de vos para que las cosas salgan, tampoco es no tener errores, pero sí es ser bueno, creer en los valores y apoyar sin decirlo a quienes consideras que son buenos, no perfectos, sino buenos.

Y así era ella, la negrita como le decían con cariño, la declamadora como la llamaba la gente de la cultura que supo disfrutarla haciendo lo que más amaba, la que escuchaba y decía de frente a los amigos y a los otros lo que pensaba sin vueltas.

La que te conquistaba con una linda palabra y te hacía reír, la que te sonreía con los ojos, la que te recalcaba las cosas que daban gracia, pero también la que te cinchaba la oreja si hacías algo que era injusto, o que no estaba bien.

No le gustaba que hablaran mal de las personas y siempre te decía que si alguien tenía determinadas características que podían no caerte en gracia, era porque había que aprender a respetarlos tal cual eran, porque de eso se trataba la vida para ella, de aprender.

Estoy escribiendo esto con total desorden, pensando en el dolor de mi amigo Raúl Oxandabarat, el de su hijo Lucio, el de su nieta Emilia, el de la Tía, que hace unas pizzas exquisitas que todos supimos disfrutar en familia muchas veces, y así verla en su sillón, ordenándole a su esposo que me traiga la cerveza fría que me guardaron en la heladera a sabiendas que andaba por la capital y que tenía que volverme a Salto bien provisto y de panza llena.

La de las historias de su querido barrio Salto Nuevo y de aquellos cenáculos de artistas salteños que en los 80′, salían a encontrarse con las expresiones culturales locales por el centro de Salto, sin restricciones. Colorada hasta la médula, con Ramón Vinci en el cuadro familiar y con Malaquina en sus ideales a pesar del paso del tiempo, en Montevideo ya desde hace algunos años, ejerciendo su profesión de licenciada en enfermería en prestigiosos centros de salud capitalinos, siempre atesoraba los recuerdos de su terruño, los olores de sus calles, el calor de sus soles, y el aroma de los azahares, con valores y querencias tan suyas, como el Salto mismo.

Sus preguntas de cajón: ¿cómo está Salto?, ¿Rochita? (por el Moneco), ¿el Chito? (por Eleazar Silva, obvio), ¿los gurises? y así, entre risas, comentarios, recuerdos y mucho empuje para que haga mis cosas en la vida, las termine de hacer y las haga bien, por lo menos ante sus ojos, entre pizzas y cervezas, que siempre eran más que suficientes, Santa María vive y vivirá en mi memoria.

Ojalá que ante sus ojos haya sido bueno, como ella me lo decía, porque sólo me queda un agradecimiento infinito en el aprendizaje de esta vida con su legado de bondad, sus palabra firmes, serias pero que desprendían mucho amor y su Santa paciencia, de recibirme cada vez que le golpeaba la puerta de su casa.

Pero sobre todo, estaré siempre agradecido por cobijar a mi familia, la que elegí en su momento y la que le brindé con mi hijo en particular, porque cada vez que necesitábamos un abrazo y una puerta abierta, allí estaba.

La noticia de su muerte este miércoles por la tarde, solo confirma que lo sentíamos por ella, era mucho más de lo que pensábamos.

Hasta siempre, Santa querida.

Hugo Lemos

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